En mayo del año pasado, en visperas de cumplir setenta, mi padre me escribia un correo electronico invitandome a su cumpleaños en un balneario al sur de Lima. Llevábamos años sin vernos ni hablarnos (y una vida o dos jugando una encarnizada partida de ajedrez en la que ambos habíamos perdido la reina y sabíamos que era imposible ganar, pero sin querer resignarnos a sellar las tablas). No tuve la nobleza de contestarle aquel correo breve pero afectuoso a su manera. Sería su Ultimo cumpleaños en buena forma. No estuve a su lado aquellos días en Paracas. En mayo de este año tampoco lo acompañe ni lo saludé a la distancia. Ya entonces estaba minado por la quimioterapia.
Hace un mes o poco más, informado por mi madre de que su salud se hallaba gravemente deteriorada, fui a visitarlo a la clínica. Me costó trabajo golpear la puerta y entrar en su cuarto después de tanto tiempo sin vernos. Sentí, sin embargo, que era mi deber, que en la hora final lo que correspondía era tener un gesto de afecto con él y deponer las hostilidades del pasado. No por culpa de nadie, o por culpa mía en todo caso, la nuestra había sido, desde mis primeros recuerdos, una relación trabada por desencuentros, malentendidos y orgullos excesivos, y viciada por la expectativa de que el otro debía ser uno distinto del que era naturalmente. Aquel encuentro fue cordial (le di un beso en la frente al entrar y otro antes de irme) y mi padre fue amable y generoso conmigo, pero en algún momento, cuando mi madre hablaba de la televisión, él expresaba ciertos reparos, muy a su manera, sobre mi programa, y dijo que no lo veía o que prefería no verlo (aunque mi madre lo desmintiá enseguida), y yo escribi luego una crónica recreando esa visita cargada de emoción, en la que no pude omitir el momento en que al tomar distancia de ciertas cosas que yo había hecho en televisión. Aunque la crónica era sentida y afectuosa y terminaba rememorando un viaje que hicimos juntos cantando rancheras en su auto cuando era niño, supe luego que le había disgustado o contrariado aquella columna que publique en el periodico, lo que me entristeció.
Hace unos días, mi madre me llamó por teléfono y, con admirable tranquilidad -la paz de los que tienen fe, una paz que siempre me fue esquiva-, me dijo que mi padre quería verme, que estaba preguntando por mí, que debía darme prisa porque la situación era grave y le quedaban pocos días de vida. Abrumado por los recuerdos, fui a la clínica al día siguiente. Mi padre tenia la muerte dibujada en el rostro. A duras penas podia hablar. Hizo un gran esfuerzo para sostener una breve conversacion conmigo. Se interesó por mis asuntos con una generosidad que me impresiono. Al parecer, estaba orgulloso porque Shakira me había saludado en su concierto en Lima y había dicho que somos amigos. Tambien veía con simpatía que hubiese apoyado a un amigo suyo en las elecciones a la alcaldía de San Isidro. Cuando le conté que tenía un pequeño problema de salud, se interesó vivamente, me hizo preguntas (ignorando a la enfermera que le pedía que no hablase tanto) y me recomendo que me atendiese con un médico amigo suyo. Me impresionó el esfuerzo que hizo para describir tan detalladamente el tratamiento que debía seguir para aliviarme de esa molestia. Por eso le dije:
-Que bueno ver que estas tan bien de la cabeza.
Mi padre me guiño el ojo, sonriendo, y dijo:
-El lunes estaré en la casa.
Fue sorprendente que me guiñase el ojo con tanto afecto y picardía, como nunca antes lo había hecho. Fue un momento entrañable, que me dejó conmovido y en silencio. A pesar de que su cuerpo estaba casi paralizado por la enfermedad, con solo mover levemente una pestaña me había dicho que todo estaba bien entre nosotros, que no estaba molesto, que tal vez, al final, despues de tantos desencuentros y extravios, se sentia orgulloso de mí, o al menos en paz conmigo, y que esa secreta complicidad que existía entre nosotros cuando me llevaba al colegio y me daba un dinero diciendome que era un fondo de emergencia por si me pasaba algo malo (sabiendo que gastaria ese dinero en un helado a la salida, una emergencia que se repetía cada tarde) y ese pozo de amor que había en su mirada cuando me decía gastate la plata si tienes una emergencia (sabiendo que a la mañana siguiente me diría lo mismo) todavia nos une, a pesar de todo.
Poco despues, la enfermera le pidio que comiese algo y él dijo que no tenía hambre, pero, como ella insistió, él pidió un helado de chocolate y una coca cola. La enfermera recomendó que comprásemos una coca light, pero mi padre me hizo saber con la mirada que preferida la cocacola de verdad. Bajé a la cafetería con Javier, mi hermano, y compramos un helado de fresa, porque no había de chocolate, y dos coca colas, una regular y otra light. Mi padre, por supuesto, bebió la coca cola más fuerte. Cuando mi madre le dio el helado en la boca, no pude evitar pensar cuantos helados le debía a papá, cuan tardío e insuficiente era este último helado.
Un dia antes de que muriese, nos quedamos un momento a solas y le pedí perdon por no haber podido ser el hijo que él merecia. Mi padre ya no podía hablar.
El lunes, como él me dijo, volvió a su casa, pero ya estaba muerto. Al día siguiente, en el funeral, me incliní, besí el ataíd y le pedí perdón en silencio, por última vez. Ahora, cuando lo recuerdo, lo veo sonriendo, guiñandome el ojo. Así lo recordaré siempre.
Escucjhe de muchos sus dotes de escritor, pues no he leido ninguna de sus publicaciones aun.... para aquellos que hemos pasado por los momentos descritos, podemos sentirlo plenamente en cada palabra y creo que ha sabido transmitir muchos de los sentimientos que personalmente me embargan en deterrminados momentos......Gracias ...es que....estas fiestas, para mi y mis hermanos, son particularmente un poco sensibles, no tanto por el efecto de la navidad sino por lo inesparado de su partida ...chau
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